La actuación en el campo de la política exterior se halla en general, dejando de lado grandes emergencias, libre de las exigencias económicas, políticas y hasta intelectuales que dominan la agenda diaria de la política nacional de un país.
Un cambio de actitud oficial hacia un país extranjero, aunque sea titular de los periódicos y salga en las noticias por televisión, no afecta la vida del ciudadano medio. Si la crítica es hacia un gobierno represivo u odioso pero cortes y afable, puede haber una cierta indignación, pero pocos ciudadanos se verán afectados. Los sesudos comentaristas informarán del deterioro de las relaciones entre un país y algún otro, pero no hay ninguna consecuencia para el ciudadano medio.
Un titular de prensa diciendo que el gobierno observa con grave preocupación ciertos acontecimientos en Nicaragua, Costa de Marfil o Filipinas solo significa que han reaccionado así un puñado de funcionarios del gobierno. Las posteriores consecuencias del acontecimiento son intrascendentes como cuando, más tarde, se dice que las relaciones han mejorado.
El carácter político e intelectualmente poco exigente del manejo rutinario de los asuntos exteriores se hace muy evidente cuando analizamos como accede al cargo el personal presuntamente responsable. Con cada nuevo gobierno toman posesión los funcionarios de mayor rango del Ministerio de Asuntos Internacionales o Cancillería, que con frecuencia no tienen preparación previa y carecen de la calificación visible.
Los peores son los llamados embajadores políticos, designados a puestos en el extranjero que asumen sin experiencia diplomática y sin el menor conocimiento previo del país al que son destinados.
La característica general es que estas personas gozan de una cierta distinción que nace de la identificación con el prestigio y el poder de esa aureola que los cobija placenteramente y los acompaña casi siempre por el resto de su vida. Suelen -una vez finalizada su gestión- ser convocados a reuniones para que expresen sus opiniones poco exigentes de recientes procesos de la política internacional, o bien transformarse en asesores de alguna figura con aspiraciones mayores.
Gran parte de la política exterior moderna es recreativa. Lo vemos en las visitas que recibimos o a las que van nuestros gobernantes. En ambos casos hay una ceremonia de bienvenida y aplausos; discursos tranquilos y mesurados; se emiten comunicados escritos por adelantado en los que se habla de los temas tratados y los puntos de coincidencia; y luego viajan los altos funcionarios en importantes misiones que habitualmente son por placer personal.
El carácter en general recreativo de la política exterior y el atractivo que ejerce en la comunidad se remonta a varias generaciones atrás. Antes de la segunda guerra mundial, un caballero con medios económicos (sean heredados o de una esposa monetariamente bien dotada) y con un título universitario de prestigio no podía trabajar en el Ministerio de Agricultura o de Trabajo, pero sí podía servir digna y elegantemente en alguna embajada en el exterior. Incluso si el país designado tenía un dictador en el poder, el destino era más "interesante".
Después de la primera guerra mundial y la Conferencia de Versalles los diplomáticos que volvieron a la vida privada procuraron mantener la distinción y crearon el Consejo de Relaciones Exteriores que era como un selecto club masculino.
Aunque nadie lamenta el ceremonial cortés y la comunicación civilizada que ha caracterizado la política internacional, hay que reconocer que las actividades retóricas o recreativas de estos tienen un carácter pasivo frente al poder económico y el poder militar que logran resultados más tangibles.
El presidente estadounidense Roosevelt dijo -en los momentos previos a la segunda guerra mundial- que lo mejor que podía esperarse del Ministerio de Relaciones Exteriores en el emergente conflicto era la neutralidad.
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