En tiempos de repliegue identitario, guerras culturales y soberanismo económico, la globalización se ha vuelto el blanco favorito de discursos que apelan a la nostalgia: por la patria perdida, por la soberanía erosionada, por la comunidad imaginada que alguna vez supimos construir. Pero estas críticas, aunque legítimas en su diagnóstico de las desigualdades y dislocaciones del mundo global, tienden a confundir el proceso con sus formas actuales.
La globalización no es unívoca. No es un bloque monolítico al que podamos decir simplemente sí o no. Es, más bien, un campo de posibilidades —económicas, culturales, tecnológicas y éticas— que no hemos sabido habitar con inteligencia ni responsabilidad.
EL MALESTAR DE LA GLOBALIZACION
La crítica moderna a la globalización denuncia su carácter deshumanizante: su capacidad de reducir la cultura a mercancía, de disolver la comunidad en redes de intercambio abstracto, de transformar al sujeto en un consumidor deslocalizado, atrapado en la inmediatez del presente.
Byung-Chul Han, filósofo de la fatiga y la hipertransparencia, diagnostica nuestra época como una en la que la positividad del rendimiento ha reemplazado al conflicto, y el exceso de conexión ha borrado toda distancia simbólica. En su mirada, el mundo globalizado es un espacio liso, donde la diferencia se ha convertido en una ilusión, y donde lo otro ha sido absorbido por lo mismo.
Este malestar es real. Pero tomarlo como prueba final contra la globalización es confundir los síntomas con las causas. No es la apertura global la que nos deshumaniza, sino la lógica con la que la hemos gestionado: una lógica neoliberal, extractiva, orientada al beneficio inmediato y ciega a la interdependencia.
LA GLOBALIZACION COMO PROXIMIDAD RADICAL
Lejos de ser una simple extensión del mercado, la globalización también ha traído consigo una visibilidad sin precedentes del otro. Por primera vez en la historia humana, nuestros actos tienen consecuencias tangibles sobre personas que no conocemos: consumir aguacates o paltas en Berlín implica alterar el acceso al agua en Michoacán; cargar un smartphone en París supone explotar tierras raras en el Congo.
Esta interdependencia no debería escandalizarnos: debería convocarnos. Porque la globalización, en su forma más profunda, es una proximidad radical. No física, sino ética. Nos ha despojado de la excusa de la ignorancia. Ya no podemos fingir que no sabemos. El sufrimiento del otro está a un clic de distancia. Lo que falta no es conexión, sino atención.
Frente a la globalización entendida como expansión del mismo —la cultura hegemónica, el capital, la técnica—, deberíamos reivindicar una globalización otra: aquella que nos exige un descentramiento del yo, una apertura a lo irreductible del otro. Una globalización que no iguale, sino que vincule sin borrar la diferencia.
CONTRA EL PROVINCIALISMO DEL PRESENTE
Rechazar la globalización en nombre de la “autenticidad local” o de la “soberanía nacional” puede parecer valiente, pero es, en muchos casos, un acto de nostalgia mal informada. El provincialismo identitario es una forma de comodidad: la ilusión de que podemos existir sin los otros, de que la identidad se forja en aislamiento.
Pero no hay identidad sin conflicto, sin fricción, sin alteridad. Y la globalización —bien entendida— no es un obstáculo para la identidad, sino su condición contemporánea. Nos obliga a reinventar nuestras narrativas, no a clausurarlas.
El verdadero desafío es construir una globalización que no sea sinónimo de dominio, sino de cohabitación. Que no imponga una lengua, sino que abra un espacio para el multilingüismo del mundo. Que no transforme cada diferencia en una marca, sino que reconozca su densidad ética.
UNA TAREA, NO UN DESTINO
No se trata, entonces, de celebrar ingenuamente la globalización tal como es. Ni de oponerle un nacionalismo reaccionario. Se trata de asumirla como una tarea ética y política: cómo vivir juntos en un mundo donde ya no hay “otros” completamente lejanos.
Esa tarea implica construir instituciones verdaderamente globales, más allá de los intereses de los Estados o de las corporaciones. Implica repensar la justicia, los derechos, el trabajo, la memoria y la responsabilidad en una escala planetaria. E implica, sobre todo, cultivar una subjetividad capaz de soportar la cercanía del otro sin necesidad de eliminarlo o asimilarlo.
Como diría Emmanuel Levinas, el rostro del otro nos compromete antes de que podamos decidir si queremos o no comprometernos. La globalización ha traído esos rostros a nuestras pantallas, a nuestras ciudades, a nuestras rutinas. El problema no es su presencia, sino nuestra ceguera ante ella.
La globalización no debe ser defendida como un éxito inevitable, ni combatida como un fracaso moral. Debe ser reinventada como posibilidad. Y esa posibilidad está, como toda ética, en nuestras manos.

Comentarios
Publicar un comentario