La llamada contracultura siempre ha vendido. Inventado por los burgueses como Kerouac y compañía, se juntaban en los bajos fondos mezclándose en tugurios con los hipsters originarios: los músicos de jazz y los negros de Harlem que mezclaban la jerga jive, el bourbon y la hierba para poder soportar mejor la estupidez humana.
Esa estupidez humana hacía que una élite intelectual del Greenwich Village neoyorkino los reivindicara como si fueran uno de los suyos.
De esa subcultura, que tenía más de lenguaje que de filosofía, de los años 40 o 50, no quedó nada. Aquellos jóvenes, locos por el bebop, solo buscaban abstraerse de la sociedad de pos guerra, buscar un espacio nuevo y reivindicarlo, pero terminaron mirándose el ombligo. “El hipster, antes individualista, recalcitrante, poeta underground y guerrillero, se había transformado en un pretencioso poeta laureado que se dejó comprar y exhibir en el zoo”, dijo Anatole Broyard en su ensayo Retrato del Hipster.
Muchos años después, jóvenes hombres blancos rebeldes y con poder adquisitivo, aparecen como un nuevo grupo de consumidores: En los 80 fueron los yuppies, en los 90 los metrosexuales y a principios del siglo XXI los hipsters.
Ahora es el turno de los yuccies (Young Urban Creatives, en inglés. Jóvenes, urbanos y creativos en castellano). Obviamente estos reniegan de sus antecesores y se han convertido en los nuevos consumistas por la simple razón de que hipster ya es todo el mundo y pertenecer al mainstream nunca fue vanguardista. Una vez más, la etiqueta de la diferenciación.
Pero entonces… ¿Qué implica el concepto yuccie? Son un pequeño reducto de millenials (otra etiqueta para referirse a los nacidos a finales de los ochenta) que no quieren trabajar en grandes multinacionales como creativos o diseñadores gráficos sino ganar dinero (o quizá no tanto) preservando su autonomía creativa de jóvenes “genios” e incorruptibles.
Los yuccies saben que la estabilidad financiera es algo con lo que no pueden siquiera soñar, así que se han convertido en los nuevos artesanos: jóvenes emprendedores que han vuelto a los oficio manuales, hacen talleres de alimentación probiótica, reparan bicis, cuidan de huertos urbanos y, en definitiva, han hecho de la ciudad un paraíso de cemento, muy al contrario de la ciudad como prisión hostil que veían sus antecesores: los “marginados” hipsters, enfermos por ser los más imaginativos antisistema (dentro del sistema, por supuesto, y, a poder ser, viviendo en un aburguesado barrio), los pseudo-psicópatas yuppies, obsesionados por el éxito.
Sí, los yuccies no se harán ricos, pero mantendrán su “identidad” intacta; no están preocupados por la imagen sino por una concepción vital basada en el lema “merezco vivir de lo que me gusta”. Así que plantéate lo siguiente: ¿Dejaste un puesto como DirCom en una empresa farmacéutica por montar tu propia marca de cerveza artesana? ¿Eres más de Instagram que de Twitter? ¿Reniegas de tatuajes y piercings, o, al menos, de los visibles? ¿Hace tiempo que pasas de las barbas y los bigotes? Entonces, muy probablemente, seas un yuccie de manual. Eso sí, al final, como todas las etiquetas sociales, aquellas que el joven blanco occidental apresura a autoimponerse, corren el riesgo de terminar convirtiendo el individualismo en religión: el “yo mismo y mi original mundo” como eje gravitatorio. Es decir: nada nuevo bajo el sol.
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