Muchas de las transformaciones que las sociedades han vivido se convirtieron a su vez en obstáculos imprevistos para el cumplimiento de las promesas democráticas.
El primero de esos obstáculos ocurrió al pasar de una economía familiar a una economía de mercado, y de una economía de mercado a una economía regulada que sugirió un incremento de la complejidad política y, en consecuencia, requirió mayor capacidad técnica para resolverlos. La inflación, el desempleo, la redistribución de la riqueza se hicieron asuntos cada vez más complejos que necesariamente deben ser resueltos por técnicos. El ciudadano medio de hoy, aunque esté más instruido, carece generalmente de las herramientas cognitivas y epistémicas para participar en la gran mayoría de los procesos de toma de decisiones.
Además, el constante crecimiento del aparato burocrático, aparato que se alimenta y gana músculo con las peticiones provenientes de los nuevos actores integrados al juego democrático. Por ejemplo, cuando los no propietarios empezaron a votar, pidieron al Estado vivienda barata, protección contra la desocupación, seguridad social contra las enfermedades; y cuando los analfabetos votaron, pidieron al Estado escuelas gratuitas. Conforme un Estado se hace más democrático, se hace también más burocrático.
Finalmente, hay un tercer obstáculo relacionado con la ingobernabilidad de la democracia, hecho demostrable en el contraste entre la rapidez con que se presentan las complejas, numerosas, inalcanzables y costosas demandas ciudadanas, y la lentitud del sistema político para responderlas y resolverlas.
Aún no sabemos cómo gestionar la complejidad de la sociedad que habita, precisamente, en democracia; nos abruma todo lo que está pasando a nuestro alrededor. El mundo nunca fue un lugar tan pequeño y a la vez tan complejo. Entendemos muy poco qué hacer con él y con los desafíos que nos propone el siglo que vivimos. La democracia, por su propia naturaleza, vive en un estado de crisis permanente que le permite renovarse constantemente para adaptarse a las nuevas situaciones, con frecuencia imprevistas y complejas.
La interdependencia, la inabarcabilidad y la aceleración de los fenómenos están exigiendo un nuevo modo de gobernar en el siglo XXI.
La complejidad de la sociedad amenaza de cierta forma a la democracia. Hay un claro desajuste entre la competencia real de la gente y las expectativas de competencia política que se dirigen a la ciudadanía de una sociedad democrática. No es sólo que se haya hecho más compleja, sino que la democratización misma aumenta el nivel de complejidad social y nos lleva a preguntarnos:
1) ¿Tenemos hoy una teoría política a la altura de la complejidad que describen las ciencias más avanzadas?
2) ¿Son capaces nuestras instituciones de gobernar un mundo con una complejidad increíblemente creciente?
3) ¿Puede sobrevivir la democracia a la complejidad del cambio climático, de la inteligencia artificial, los algoritmos y los productos financieros?
4) ¿Hemos de concluir que esta complejidad constituye una verdadera amenaza para la democracia?
La política ya no tiene que enfrentarse a los problemas del siglo XIX, o XX, sino a los del XXI, que exigen capacidad de gestionar la complejidad social aprovechando las competencias distribuidas en la sociedad, pero existe una democracia amenazada por la incompetencia de las élites y por la irracionalidad de los electores, que está indefectiblemente asociada con la tecnocracia y el populismo. Esta actual democracia irritada con las desigualdades y sacudida por explosiones de indignación que, responden más a un malestar difuso que carga contra el sistema político en general, pero no se concreta en programas de acción con la intención de producir un resultado concreto; hay en ellos más frustración que aspiración.
DEMOCRATIZAR LA DEMOCRACIA
La democracia es un sistema inteligente, pero hay que protegerla de sí misma verificando no tanto a los individuos, sino a sus interacciones, modos de decisión, reglas, procesos y estructuras, con su respectiva institucionalización.
La figura central del modelo clásico de democracia es el ciudadano informado que es capaz de tener una opinión sobre los asuntos políticos; pero esa competencia política no es tanto un saber acerca de los contenidos de la política, sino sobre la lógica de la política.
No debemos dejar de lado la volatilidad del nuevo paisaje en el que la democracia se desenvuelve: La digitalización y la inteligencia artificial.
Ahora lo digital es lo político, y las tecnologías están dañando elementos centrales de nuestro sistema político como el control parlamentario que ha dejado de ser lo que era cuando no existían las redes sociales. La nueva transformación que internet, las redes sociales y la inteligencia artificial están obligando a repensar los parámetros de la administración democrática y a alterar el modo en que los humanos nos gobernamos a nosotros mismos.
Hacer de la democracia una realidad más compleja implica tomar en consideración esa dimensión global en la que se desarrolla nuestra vida colectiva. No debemos hoy hablar de la defensa de la democracia como si estuviéramos defendiendo algo que conocemos, sino hablar de la necesidad de crearla.
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