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La era del No-saber


La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber. Generó una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diver­sas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre.

Este no-saber no es un problema de falta de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento, aumenta de manera más que proporcional el no-saber. Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamientos actuales asumen que hay una dimensión irre­ductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso.

El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin proble­ma, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo des­conocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. La sociedad ya no tiene su principio dinámico en un permanente aumen­to del conocimiento y un correspondiente retroceso de lo que no se sabe. 

La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento. Este el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo se re­conoce o impugna el saber y el no saber.

Se está produciendo así la paradoja de que la sociedad del conocimiento ha acabado con la autoridad del conocimiento. El saber se pluraliza y descen­traliza, resulta más frágil y contestable. Pero esto afecta necesariamente al poder, pues estábamos acostumbrados, siguiendo el principio de Bacon, a que el saber fortaleciera al poder, mientras que ahora es justo lo contrario y el saber debilita al poder. Lo que ha tenido lugar es una creciente plurali­zación y dispersión del saber que lo desmonopoliza y hace muy contestable. Junto a la forma tradicional de producción científica en las universidades aparecen nuevas formas de saber a través de una pluralidad de agentes en la sociedad, como el saber de las ONG, la cualificación profesional de los ciudadanos, el saber de los diversos subsistemas sociales, la accesibilidad de la información, la multiplicación del saber experto. En la medida en que se diversifica la producción de saber, disminuye también la posibilidad de controlar esos procesos. La sociedad del conocimiento se caracteriza por el hecho de que un creciente número de actores dispone de un fondo tam­bién creciente de diversos saberes, por lo que estos actores informados es­tán en condiciones de hacer valer el propio saber frente a las intenciones de los gobiernos. En lugar de un aumento de las certezas, lo que tenemos son una pluralidad de voces que discuten cacofónicamente sus pretensiones de saber y sus definiciones del no-saber.

Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explí­citos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y aprendizaje colectivo. En este contexto, en lugar de la imagen tradicional de una ciencia que pro­duce hechos objetivos duros, que hace retroceder a la ignorancia y le dice a la política lo que hay que hacer, se necesita un tipo de ciencia que coopere con la política en la gestión de la incertidumbre. Para eso resulta necesario desarrollar una cultura reflexiva de la inseguridad, que no perciba el no-saber como un ámbito exterior de lo todavía no inves­tigado, sino como algo constitutivo del saber y de la ciencia. Hay que aprender a moverse en un entorno que ya no es de claras relacio­nes entre causa y efecto, sino borroso y caótico.

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